Avanzamos por el túnel estrecho y silencioso durante lo que parece media hora, quizás más. El único sonido es el de nuestros propios pasos amortiguados por el polvo y el suave siseo de la lámpara de aceite de Scrappy. El silencio de Ecos es casi absoluto, una ausencia que empieza a sentirse antinatural, como el vacío antes de una tormenta.
Entonces, gradualmente, comenzamos a notar un cambio. No es un sonido, ni un cambio visual. Es la atmósfera. El aire, antes simplemente estancado, se vuelve pesado, cargado de una emoción palpable, casi física. Es una tristeza profunda, penetrante, una sensación de pérdida y desesperación tan intensa que casi puedo saborearla en la lengua, metálica y amarga.
"¿Sientes eso?", susurro, aunque no hay nadie más a quien alertar. El Sintonizador de Ecos en mi mano vibra débilmente, su luz ámbar fluctuando como si estuviera luchando por procesar la señal.
Scrappy asiente, su rostro tenso a la luz de la lámpara. Sus implantes cibernéticos probablemente no están diseñados para medir emociones, pero la sensación es tan fuerte que incluso ella la percibe. "Sí. Es... denso. Como caminar a través de melaza psíquica." Su mano libre se cierra instintivamente sobre la empuñadura de su pistola.
Nos damos cuenta simultáneamente. Estamos entrando en la zona afectada por la "plaga de Ecos" de la que nos advirtió la Tejedora. Pero no es una cacofonía de ruido psíquico como la que a veces siento en los niveles más concurridos o cerca de tecnología dañada. Es lo contrario. Es una única emoción, monolítica y abrumadora, que lo impregna todo: la tristeza.
Es el Eco colectivo, la huella psíquica dejada por miles, quizás decenas de miles de personas, muriendo lentamente de alguna enfermedad horrible y olvidada hace siglos. Atrapados en sus lujosas residencias mientras una plaga (¿biológica? ¿psíquica? ¿una combinación de ambas?) barría este sector del Nivel 10. La desesperación de sus últimos momentos, su miedo, su dolor, su pérdida... todo se ha fusionado en esta única y sofocante nota de tristeza que ha perdurado a través de los siglos.
La intensidad es casi insoportable. Siento lágrimas inesperadas picándome en los ojos, una reacción empática involuntaria a la inmensa pena que flota en el aire. A mi lado, Scrappy aprieta la mandíbula con tanta fuerza que puedo oír el rechinar de sus dientes (los orgánicos, al menos).
"Tenemos que atravesarlo", dice Scrappy, su voz tensa pero firme. "Rápido. No dejes que te afecte demasiado. Concéntrate en el escudo ese que te enseñaron los monjes. Bloquéalo."
Asiento, tragando saliva. Recuerdo las lecciones de Theron sobre encontrar el centro de quietud, sobre observar las emociones sin dejarse arrastrar por ellas. Me concentro en mi propio Eco interior, en mi determinación de sobrevivir, en la imagen de Scrappy a mi lado, intentando crear una barrera mental contra la oleada de desesperación externa.
Levanto el Sintonizador. Si puedo identificar la frecuencia dominante de esta tristeza abrumadora, quizás pueda... desafinarla. Crear una contra-resonancia, como me enseñó Theron, aunque nunca lo intenté con algo de esta magnitud. Me concentro, buscando la nota fundamental de la pena, y luego intento proyectar a través del cristal ámbar una vibración opuesta, una disonancia controlada.
Funciona, hasta cierto punto. La emoción aplastante no desaparece, pero retrocede ligeramente. Se convierte en un ruido de fondo doloroso y constante, una presión en el pecho y en la mente, en lugar de una fuerza que amenaza con ahogarme por completo. Es agotador, pero soportable.
Podemos seguir avanzando.
Transmisión recibida: 4/17/2025
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