Maldita sea mi voluntad. O mi estupidez. O la desesperación pura por conseguir esos créditos antes de que los Ecos terminen de roerme el cerebro. Volví a intentarlo. Volví a guiar ese estúpido estilo de hueso hacia la zona prohibida del mapa, hacia el Corazón Vacío, la Cicatriz sangrante de estrellas muertas. Como si pudiera simplemente copiar un agujero en la realidad. Qué iluso.
El aire ya estaba espeso, cargado con la electricidad estática de milenios de secretos podridos. Pero en cuanto la punta del estilo rozó el borde de esa nebulosa quemada en el vitelo original, todo se fue al infierno. La estática no solo se intensificó, explotó. El zumbido de fondo se convirtió en un chillido agudo, un taladro psíquico perforando directamente mi cráneo. Sentí como si mis propios pensamientos se estuvieran desgarrando, deshilachándose bajo la presión.
Las luminarias del Scriptorium, siempre tan temperamentales, empezaron a parpadear como estroboscopios en una rave demente. Sombras largas y retorcidas danzaban en las paredes, en las interminables hileras de estanterías, como marionetas grotescas movidas por hilos invisibles. Por un momento aterrador, juraría que las sombras tenían intención, que me miraban, se burlaban. El olor a ozono se hizo sofocante, quemándome la garganta, haciendo que mis ojos lloraran. Era como respirar directamente de un generador arcano a punto de reventar.
Y entonces, la realidad se dobló. O quizás fui yo quien se rompió. La visión me golpeó con la fuerza de un martillo neumático psíquico. No como los susurros habituales, los fragmentos confusos de vidas pasadas o muertes violentas que son mi pan de cada día en este maldito archivo. No. Esto fue... coherente. Completo. Y mil veces más aterrador.
De repente, ya no estaba en mi cubículo de mierda del Nivel 7-Gamma. Estaba flotando. En un vacío. Un vacío tan negro, tan absoluto, que hacía que la noche más oscura de la Necrópolis pareciera un mediodía soleado. Era una oscuridad que pesaba, que absorbía la luz, el sonido, la esperanza. A mi alrededor, estrellas. Pero no las estrellas que conocemos, esas luces frías y distantes que apenas se vislumbran a través de la polución perpetua. Eran soles de colores imposibles: verde esmeralda que dolía mirar, violeta pulsante que latía como un corazón enfermo, naranja sanguinolento que parecía gotear en la negrura. Y giraban. No al azar, sino en patrones geométricos complejos, fractales que se repetían hasta el infinito, diseños que parecían diseñados para quebrar la mente que intentara comprenderlos. Una coreografía cósmica de locura.
Y frente a mí... ella. La Cicatriz. Inmensa. Aterradora. Ocupaba todo mi campo de visión, una herida abierta en el tejido mismo del espacio-tiempo. No era una ausencia de luz, como el vacío circundante. Era una presencia oscura, una oscuridad activa, voraz. Parecía... respirar. Absorbiendo la realidad a su alrededor, tragándose las estrellas cercanas como si fueran motas de polvo. Sus bordes eran irregulares, dentados, como los de una herida mal curada. Y de ellos emanaban zarcillos de energía negra, tentáculos de pura nada que se retorcían y ondulaban como serpientes cósmicas, buscando algo que agarrar, algo que consumir.
El terror. Un terror primordial, helado, que no había sentido nunca. La certeza absoluta de estar presenciando algo prohibido, algo que ninguna mente mortal, ninguna mente sana, debería contemplar jamás. Era como mirar directamente al rostro de la entropía, al final de todas las cosas.
Y en el centro. En el corazón mismo de esa oscuridad devoradora, algo parpadeó. No era una luz. Era... una anti-luz. Una ausencia que era, de alguna manera imposible, más brillante, más presente que las estrellas moribundas a su alrededor. Una forma geométrica que desafiaba cualquier descripción, plegándose y desplegándose sobre sí misma en dimensiones que no deberían existir. Cambiaba constantemente, pero siempre era la misma. Una paradoja hecha forma. Y emitía... una nota. Silenciosa, pero ensordecedora. Una frecuencia que no viajaba por el aire, sino que resonaba directamente en mi alma, en la estructura misma de mi ser. Una nota de finalidad absoluta. De vacío consciente. El sonido de la nada cantando su propia gloria.
El Devorador. El nombre surgió en mi mente, no como un pensamiento propio, sino como un eco antiguo, una advertencia grabada en la propia estructura de la realidad. Supe, con una claridad helada que me erizó hasta el último pelo de la nuca, que la Cicatriz no era solo una anomalía astronómica olvidada. Era una prisión. Y esa cosa en el centro era su prisionero. O quizás... ¿el carcelero? La distinción parecía irrelevante ante la magnitud de su poder, de su otredad.
La visión se hizo añicos como cristal bajo un martillo. Volví a la realidad –si es que se puede llamar realidad a este infierno vertical– con la misma brusquedad con la que me había ido. Jadeé, buscando aire que no fuera ozono y polvo. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, cayendo hacia atrás en la silla de trabajo, que protestó con un chirrido lastimero antes de golpear el suelo metálico. El estilo de hueso rodó por la mesa, un sonido insignificante en el silencio repentino.
Mi corazón. Latía como un tambor de guerra tribal contra mis costillas, tan fuerte que temí que se saliera del pecho. Un ritmo frenético, desesperado. Las luminarias habían dejado de parpadear, volviendo a su zumbido habitual, como si nada hubiera pasado. La presión en mi cráneo disminuyó, pero no desapareció. La estática había retrocedido, como una marea bajando, pero dejando tras de sí un residuo pegajoso de pavor puro, una mancha indeleble en mi mente. El sabor metálico en mi boca era más fuerte que nunca. El sabor del miedo cósmico.
Temblando, me incorporé. El Scriptorium parecía el mismo. Silencioso. Polvoriento. Lleno de fantasmas. Pero algo había cambiado. Yo había cambiado. Había visto demasiado. Había tocado algo que no debía. Y sentía, con una certeza nauseabunda, que algo me había tocado a mí también. La estática del universo había encontrado mi frecuencia. Y no creo que vaya a soltarme fácilmente. El silencio ahora se sentía diferente. Cargado. Expectante. Como la calma antes de una tormenta mucho, mucho peor.
Transmisión recibida: 4/17/2025
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