Fuego. La palabra explota en mi mente, no como un concepto, sino como una realidad abrasadora. El Eco del incendio de hace dos siglos ruge a través de mí, una tormenta psíquica desatada. Siento un calor fantasmal que amenaza con derretir mi propia carne, un calor que no proviene de ninguna fuente externa sino de la memoria misma del dolor. El olor a carne quemada, a pergamino carbonizado, a químicos volátiles incendiados inunda mis sentidos, tan real, tan presente, que me ahogo y toso en el aire viciado de mi cubículo. El grito silencioso del archivero atrapado se convierte en mi propio grito, resonando en mi cráneo, amenazando con desgarrar mi cordura.
Resisto. Por pura desesperación, resisto la tentación de dejarme consumir por la agonía ajena. Me aferro a la intención original: distracción. Caos. Canalizo la energía bruta, caótica, del Eco hacia afuera, lejos de mi mente frágil, hacia el entorno físico del Scriptorium. Es como intentar dirigir un rayo con las manos desnudas, una estupidez monumental, pero es mi única oportunidad.
El efecto es... espectacular. Y aterrador.
Las inestables luminarias arcanas que cuelgan sobre nosotros, las que parpadeaban erráticamente como si presintieran el desastre, no pueden soportar la oleada de energía psíquica bruta. Explotan. Una tras otra, en una cascada de implosiones violentas. Lluvia de chispas incandescentes, fragmentos de cristal oscuro y metal retorcido caen sobre nosotros. La sección entera del Scriptorium se sume en una oscuridad casi total, una negrura profunda y repentina que contrasta brutalmente con la luz enfermiza de antes.
Solo el resplandor rojo sangre de las luces de emergencia, activadas por el fallo de energía, rompe la oscuridad. Parpadean intermitentemente desde el techo, bañando la escena en pulsos estroboscópicos de luz carmesí. Cada pulso revela un instante congelado de caos y luego vuelve a sumirlo todo en las sombras. Es desorientador, nauseabundo.
Un gemido metálico, largo y agudo, resuena a mi izquierda. Una de las estanterías más cercanas, alta como un monolito olvidado, debilitada por siglos de corrosión y ahora sacudida por la réplica psíquica de mi acto desesperado, se inclina precariamente. Cruje, protesta, amenaza con derrumbarse.
Y los Silenciadores... mis carceleros impasibles... por fin muestran una reacción. Sorprendidos por la repentina oscuridad total, por la lluvia de escombros, por el estruendo de las explosiones. Retroceden instintivamente, levantando los brazos para protegerse los visores. Sus movimientos, antes tan fluidos y amenazantes, se vuelven torpes, vacilantes. Sus visores probablemente se ajustan automáticamente a la baja luminosidad, pero la sobrecarga sensorial –la oscuridad, el ruido, la energía psíquica residual que todavía vibra en el aire– les ha comprado una fracción de segundo. Una vacilación.
Y una fracción de segundo es todo lo que necesito.
La adrenalina inunda mi sistema, barriendo el miedo, barriendo el dolor del Eco del fuego. Actúo por puro instinto de supervivencia. En la oscuridad parpadeante, mi mano se lanza hacia la mesa. No hacia el facsímil en el que estaba trabajando, la copia inútil. Hacia el original. El mapa antiguo. La llave. Lo agarro, sintiendo la textura fría y extrañamente vibrante del vitelo milenario. Lo doblo con cuidado pero con una rapidez febril, sin preocuparme por dañarlo más de lo que ya está. Me lo meto dentro de la túnica de trabajo, contra mi pecho. Se siente como una marca al rojo vivo, un peso terrible y vital.
Ignoro el facsímil. Que se lo queden. Que analicen la copia. El original es la clave. El original es lo que vinieron a buscar. Y ahora es mío.
Luego, sin dudarlo, sin permitirme pensar en las consecuencias, me lanzo hacia la estantería que gime, la que amenaza con caer. Es un monstruo de metal oxidado, cargado con miles de folios y códices olvidados, un peso inmenso. Pero la desesperación me da una fuerza que no sabía que tenía. Empujo con todo mi cuerpo, con toda mi voluntad.
La estantería se tambalea, cruje agónicamente... y cede.
Cae. Cae con un estruendo ensordecedor de metal retorciéndose sobre sí mismo, de miles de volúmenes golpeando el suelo, desparramándose en una avalancha caótica de papel y polvo. El sonido reverbera en la oscuridad, ahogando cualquier otro ruido. Cae justo en el pasillo, bloqueando completamente el acceso a mi cubículo. Una barricada improvisada, precaria, pero una barricada al fin y al cabo.
Oigo gritos ahogados de sorpresa y furia detrás de la barrera de metal y papel. Los Silenciadores. Se han recuperado. Están avanzando. Pero ahora tienen un obstáculo. Les llevará tiempo despejarlo. Tiempo precioso.
No espero a ver si la barricada aguantará. No me quedo a escuchar sus maldiciones. Me giro y corro.
Corro hacia la oscuridad. Hacia el laberinto de pasillos y estanterías del Scriptorium, ahora iluminado solo por los pulsos rojos y fantasmales de las luces de emergencia. Corro sin un destino claro, solo alejarme. Alejarme de los Silenciadores, alejarme del cubículo que fue mi prisión, alejarme de la vida que conocía.
El corazón me late en los oídos, un ritmo salvaje que ahoga el sonido de mis propios pasos. El mapa robado presiona contra mi pecho, un recordatorio constante de lo que he hecho, de lo que he robado, de lo que he desatado. Ya no soy Silas, el archivero anónimo, el Resonante cobarde. Ahora soy Silas, el fugitivo. Silas, el ladrón de mapas cósmicos. Silas, el que jugó con fuego psíquico y, de alguna manera, no se quemó del todo.
En la Necrópolis de Neón, la huida rara vez termina bien. Las estadísticas están en mi contra. Las probabilidades de sobrevivir en los niveles inferiores, perseguido por los Silenciadores, quizás por los Cultores, quizás por algo peor... son ínfimas. Pero mientras corro, mientras me adentro en la oscuridad laberíntica, una parte de mí, la parte que vio la Cicatriz Donde Sangran las Estrellas, la parte que sintió la respuesta en el mapa, sabe que quedarse habría sido infinitamente peor. Quedarse era la muerte segura de la mente, del yo. Correr... correr es una posibilidad. Una posibilidad remota, aterradora, pero una posibilidad al fin.
La estática del universo acaba de sintonizar mi frecuencia. Y el mensaje, ahora, es inequívoco. Alto y claro en medio del caos y el miedo.
Corre.
Transmisión recibida: 4/17/2025
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