TRANSMISIÓN 9
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Transmisión 9

Transmisión 009

Fecha: 09.01.2189 Hora: 08:44

El coro fantasmal de la industria muerta me sigue como una sombra sonora mientras serpenteo entre los cadáveres de metal. Tanques que podrían contener océanos de productos químicos olvidados, maquinaria cuyo propósito se perdió en la Cacofonía o en la simple obsolescencia. La Brújula de Ecos en mi mano sigue siendo mi única guía fiable, un faro azul pálido en esta negrura opresiva, tirando de mí con su resonancia silenciosa. La presión de los Ecos industriales es constante, un dolor sordo detrás de mis ojos, pero es diferente a la estática aguda y agresiva del mapa. Esto es más pesado, más melancólico. La miseria de la rutina, no la locura del abismo. Casi preferible. Casi.

De repente, la Brújula vibra con más fuerza. El tirón suave se vuelve más insistente, desviándose bruscamente hacia mi derecha. Hacia la base de uno de los tanques más grandes, un cilindro colosal que se pierde en la oscuridad superior. Allí, adosada como un parásito metálico, hay una estructura más pequeña. Una especie de caseta de control, o quizás un taller. A diferencia de la maquinaria circundante, parece relativamente intacta, aunque cubierta por la misma pátina de mugre, óxido y quién sabe qué más se acumula en estos niveles olvidados.

¿Un escondite? La Brújula parece indicarlo. El tirón me lleva directamente hacia allí. Tiene sentido. Un lugar pequeño, apartado del flujo principal de esta planta muerta. Probablemente olvidado incluso por los carroñeros más desesperados que se aventuran aquí arriba desde los niveles aún más profundos y peligrosos. Un lugar para recuperar el aliento, para intentar pensar más allá del próximo paso, del próximo peligro.

Me acerco con la cautela de un animal herido. Cada sombra podría ocultar una amenaza, cada sonido podría ser el preludio de un ataque. La puerta de la caseta. Metálica, oxidada. Está entreabierta, colgando torcida de una bisagra quejumbrosa. Como una boca desdentada invitándome a entrar... o advirtiéndome.

Asomo la cabeza, barriendo el interior con la luz azulada de la Brújula. Es un taller. Pequeño, claustrofóbico. Herramientas oxidadas cuelgan de ganchos en las paredes como instrumentos de tortura olvidados. Bancos de trabajo cubiertos de piezas metálicas irreconocibles, grasa solidificada y polvo. Huele a aceite rancio, a metal cortado hace mucho tiempo, a sudor viejo impregnado en el aire viciado. En una esquina, un catre metálico. Un colchón raído, manchado con fluidos desconocidos. No invita precisamente al descanso, pero después de horas de huida y tensión, casi parece un lujo.

Y entonces, mis ojos se fijan en algo sobre uno de los bancos de trabajo, junto a una vieja lámpara de arco apagada y cubierta de telarañas sintéticas. Mi respiración se atasca.

Suministros.

Una mochila de lona. Desgastada, parcheada, pero funcional. Junto a ella, una cantimplora metálica, abollada pero intacta. Y varias barras de nutrientes selladas al vacío. Del tipo estándar, gris y sin sabor, que usan los equipos de mantenimiento, los exploradores, los carroñeros... cualquiera que necesite calorías baratas y portátiles para sobrevivir en las profundidades.

Mi estómago ruge ante la visión de la comida. Mi garganta está seca por el aire químico y el miedo. Pero mi mente está en alerta máxima. Estos suministros no son antiguos. Las barras parecen recientes, los envoltorios no están quebradizos por el tiempo. La cantimplora no está cubierta por la misma capa gruesa de polvo que todo lo demás.

Alguien ha estado aquí. Hace poco. O... sigue aquí.

Aguzo el oído. El silencio en la caseta es relativo, el zumbido de los Ecos industriales aún se filtra desde el exterior, pero no oigo ninguna respiración, ningún movimiento. Palpo el aire con mi sensibilidad, buscando la firma psíquica de una presencia viva, un Eco fresco. Nada. O nada lo suficientemente fuerte como para destacar sobre el ruido de fondo constante de este nivel. Quizás el dueño salió a explorar, a buscar más chatarra, a cazar alguna alimaña mutante para complementar las barras de nutrientes. O quizás le pasó algo ahí fuera. En el Nivel 4-Sigma, las posibilidades son infinitas, y casi todas desagradables.

Entro completamente en la caseta. La Brújula en mi mano deja de tirar, su vibración se vuelve neutra. Este es el lugar al que me guiaba. Una parada en el camino, al menos. Dejo la Brújula sobre el banco de trabajo polvoriento, su luz azul iluminando débilmente la escena.

Examino los suministros más de cerca. La mochila está medio llena. Echo un vistazo rápido al interior. Más barras de nutrientes. Un rollo de cable de fibra óptica. Algunas herramientas extrañas, con formas y funciones que no reconozco. Un pequeño medidor de radiación arcana, apagado. Y un datapad. Antiguo, de un modelo grueso y resistente, claramente diseñado para soportar los abusos de un entorno industrial. Intento encenderlo, presiono el único botón visible. Nada. La batería debe estar muerta hace mucho tiempo. O quizás requiere una fuente de energía externa.

La cantimplora. La desenrosco con cuidado. El líquido del interior es claro, inodoro. Huele débilmente a los químicos de purificación estándar de Oakhaven. Agua. Probablemente segura. Las barras de nutrientes. Cojo una. El envoltorio está sellado, flexible. Fecha de caducidad... bueno, las fechas son relativas aquí abajo, pero no parece tener siglos de antigüedad.

Quienquiera que sea el dueño de esto, no lo abandonó hace mucho. Podría volver en cualquier momento.

Un escalofrío me recorre. ¿He interrumpido a alguien? ¿He invadido su refugio? ¿Será hostil? En estos niveles, la propiedad se defiende a menudo con violencia. Podría ser un carroñero solitario y paranoico, un miembro de alguna banda territorial, o peor aún, un Cultista usando este lugar como base. O... quizás solo otro fugitivo como yo, tratando de sobrevivir.

Necesito los suministros. Desesperadamente. El agua de la cantimplora podría durarme un ciclo o dos si la raciono. Las barras de nutrientes son energía pura, aunque sepan a cartón mojado. Tomo una decisión arriesgada. Abro la cantimplora y bebo un largo trago. El agua tiene un ligero sabor metálico, pero está fresca, limpia. Alivia mi garganta reseca. Cojo las barras de nutrientes que estaban fuera de la mochila y me las guardo en los bolsillos profundos de mi túnica.

La mochila. Es tentadora. Podría llevar más cosas. Pero también me haría más visible, me marcaría como un ladrón si me encuentro con el dueño. Decido dejarla. Dejo las herramientas, el medidor de radiación, el datapad muerto. Solo cojo lo esencial para sobrevivir ahora mismo. No quiero provocar más problemas de los necesarios.

Mientras guardo la última barra de nutrientes, mis dedos rozan algo más en el banco de trabajo. Estaba parcialmente oculto bajo un trapo sucio y grasiento. Lo aparto con curiosidad.

Es un objeto pequeño, metálico. Una especie de insignia, o un broche. Hecho de un metal oscuro, bruñido, que no refleja la luz azul de la Brújula. Tiene una forma distintiva: una rueda dentada, como un engranaje, pero rota, partida por la mitad. Y en el centro de la rueda rota, hay grabado un ojo estilizado, vigilante.

Frunzo el ceño. No reconozco el símbolo. He pasado años en los Archivos, he visto miles de emblemas, sellos corporativos, iconos religiosos, símbolos arcanos. Este no me suena de nada. No es el círculo roto de los Cultores. No es el sello de ninguna mega-corporación de los niveles superiores. No es un símbolo gremial conocido. Parece... clandestino. El emblema de alguna facción secreta que opera en las sombras de los niveles inferiores.

Instintivamente, extiendo mi sensibilidad hacia el broche. Siento un Eco débil emanando de él. No es un Eco antiguo, como los del Scriptorium, ni pesado y sufriente como los de la planta industrial. Es... diferente. Más enfocado. Siento una resonancia de determinación férrea, casi obstinada. Siento un eco de camaradería, de lealtad a un grupo. Y sobre todo, siento una especie de... fervor tecnológico. Una creencia casi religiosa en la maquinaria, en la lógica del metal y el circuito, en la recuperación y restauración de la tecnología perdida de la Era del Fulgor.

Interesante. Y potencialmente peligroso. ¿Quiénes son estos adoradores de la máquina con su símbolo del ojo en la rueda rota? ¿Son amigos o enemigos? ¿Están afiliados a alguna de las facciones conocidas?

Decido guardar el broche. Lo deslizo en el bolsillo junto a mi viejo cuchillo multiusos y la Brújula que ahora descansa sobre el banco. Podría ser una pista. Podría ser una llave para entender quién dejó estos suministros. O podría ser una marca que me identifique ante la facción equivocada. En Oakhaven, la información y el peligro suelen ir de la mano.

Ahora tengo agua y algo de comida. Un pequeño respiro. Pero el agotamiento me pesa como plomo. La huida, la visión, el encuentro con la Custodia, la tensión constante de ser cazado... todo me ha dejado física y mentalmente exhausto. El catre en la esquina, a pesar de su mugre y su olor a sudor rancio, me llama.

Reviso la caseta una vez más. No hay ventanas. Solo la puerta destartalada. No tiene cerradura, pero veo una barra metálica pesada en el suelo que podría usar para atrancarla desde dentro. No detendría a nadie decidido a entrar, pero me daría una advertencia, unos segundos preciosos para reaccionar.

Me siento en el catre. Cruje como si fuera a deshacerse. El colchón es fino y grumoso. Apoyo la espalda contra la pared fría y metálica. Cierro los ojos solo por un instante. El silencio relativo de la caseta es un alivio después del ruido exterior y la cacofonía de mi propia mente. Pero no es un silencio completo. Los Ecos industriales siguen filtrándose, un zumbido de fondo, un recordatorio constante de dónde estoy. Y la imagen del Cazador de Ecos, sus ojos rojos, sus dedos como agujas, sigue flotando detrás de mis párpados.

No puedo quedarme aquí mucho tiempo. Lo sé. Esto es solo una parada. Un breve respiro en una carrera desesperada. Necesito seguir moviéndome. Necesito encontrar la Red de Sombra que mencionó la Custodia, o algún otro camino hacia los Distritos Olvidados. Necesito encontrar respuestas sobre el mapa, sobre la Cicatriz, sobre mi propio papel en todo este lío cósmico.

Pero ahora mismo... ahora mismo solo quiero cerrar los ojos. Solo por un ciclo corto. Recuperar un mínimo de fuerzas. Enfrentarme a la nueva y aterradora realidad: ya no soy Silas el archivero. Soy Silas el fugitivo. Silas el portador de la llave. Silas el cazado. Y mi verdadero viaje por las profundidades oxidadas y rotas de la Necrópolis de Neón no ha hecho más que empezar.

Quizás pueda dormir un poco. Solo un poco. Aunque sé que los sueños serán un infierno. Estrellas sangrantes. Vacío devorador. Ojos rojos observándome desde la oscuridad. Siempre observando.

Transmisión recibida: 4/17/2025

ID: 9